Mentiría si dijese que tenía este post preparado. Donostia, barrio de Gros, 17 de diciembre de 2013, hoy. Venía de clase de francés, eran alrededor de las 21:05. Meto la moto al garaje (es un bajo) y al subir las escaleras que dan a la calle, abro la puerta y me encuentro con un indigente sentado al lado de la puerta del garaje.

Le miro casi igual de asustado que él a mí. No por su atuendo, ni por su aspecto. Y entiendo que su brinco en el sitio tampoco se debe a mi aspecto, sino porque debe asustar que te abran una puerta de golpe a tu lado. Y por lo que me toca os aseguro que también asusta encontrarte con alguien justo ahí al lado, sí, justo pegado a la puerta. Justo donde nunca hay nadie. Independientemente de su aspecto.

– Señor, please, por favor!

Le miro. Lejos de salir corriendo por miedo a que te «hagan algo», le miro con la pena que da ver a alguien en esa situación y más en estas fechas. Tenía cara de buena persona. Expresión de tío legal que está muy jodido por las circunstancias. Las que sean. Las mismas que cada día afectan a más y más personas y que cualquier día pueden afectar a tu hija, a tu hermano o a ti mismo.

Le miro y me pide ayuda. No me pide dinero, ni intenta robarme, ni nada de eso que siempre creemos los «ricos» que nos van a hacer los «pobres». Tan sólo me pide ayuda haciéndome un gesto para que le abra un paquete de galletas «María» que alguien habrá tenido a bien darle. El pobre señor, de unos 45-55 años, inmigrante, cara curtida, ropa vieja pero abrigada, tenía las manos sucias y un tanto hinchadas, lo que le dificultaba incluso quitar el celofán que cubre un paquete de galletas. Inmediatamente se las abro al mismo tiempo que me meto la mano en el bolsillo y le ofrezco unos bombones que he cogido tras la merendola en clase de francés.

No es el motivo del post, pero tiene que ser cosa del destino. No como bombones, soy muy poco de dulces. En casa tenemos el típico bote de Lindt por si viene alguien y le apetecen, sin embargo, nunca se acaban. Pues hoy, tras la merendola me han ofrecido varias veces que me lleve unos bombones en el bolsillo de todos los que habían sobrado y al final, sólo el destino sabía para qué, me he llevado unos cuantos.

Total, que el señor ha mirado los bombones, me ha mirado extrañado como si lo normal fuese que la gente le evitase y le viese en la calle con una total indiferencia, como quien ve una colilla apagarse en el suelo. Se los ofrezco:

– Bombones, chocolate, coge, te gustará.

El señor me mira la mano durante unos segundos, extrañado. Finalmente los coge y de la misma le doy las pocas monedas que llevaba encima. No era mucho y, por supuesto, era muchísimo menos de lo que me ha recompensado su cara de agradecimiento.

– Merci señor, merci, gracias. Feliz Navidad y Merry Christmas señor.

Le sonrío, le doy la mano, le deseo feliz Navidad y me giro para irme hacia casa.

– Señor, señor!!

Me giro hacia él. Ahí estaba el hombre, con lo único que tenía, con todo lo que tenía, su paquete de galletas recién abierto por mí, porque sus manos no están ni para eso. Ahí le ves extendiendo su mano con el paquete recién abierto, mirándome a los ojos y ofreciéndome a mí su primera galleta:

– Coge. Come. Bueno.

Le digo que no, le doy las gracias y me vuelvo a girar para ir hacia casa. Sin embargo algo me sacude por dentro: «no seas un imbécil desagradecido», me digo a mí mismo, «no le puedes hacer el feo de rechazarle cuando te está ofreciendo lo único que tiene». Me vuelvo hacia el señor, me sonríe, me acerca el paquete de nuevo. Le cojo una galleta, él coge otra:

– Gusta? Es bien?
– Sí, muchas gracias!

– Feliz Navidad señor.
– Feliz Navidad!